Los años de la belle époque fueron testigo de cómo el poder económico y el tecnológico se convertían en vías hacia la conquista de territorios. África, Asia y el Pacífico cambiaron su historia con el desarrollo del imperialismo y con él una cuarta parte del mundo quedó sometida a tan solo un puñado de países.
A pesar de que el planeta ya había experimentado otros procesos de colonialismo, el siglo XIX volteó el concepto de imperialismo hasta convertirlo en un término de matices económicos trascendentales que llevarían incluso al uso peyorativo de la palabra a partir de 1914.
¿Cómo se explica el imperialismo?
Hay diferentes enfoques desde los que se puede abordar este fenómeno, desde los factores políticos y económicos, hasta los que se centran en los avances tecnológicos que lo hicieron posible, e incluso desde la perspectiva de las cuestiones sociales.
Lo cierto es que desde finales de 1890 ya hubo quienes vieron claramente en este modelo una etapa del frenético desarrollo capitalista que marcaba el panorama del momento.
Lenin opinó que los motivos económicos habían sido el elemento necesario para que los países capitalistas optaran por lanzarse a la explotación colonial, y que precisamente esa competición habría ocasionado el estallido de la Primera Guerra Mundial. Por supuesto, desde la perspectiva opuesta se ocuparon en negar rotundamente las relaciones entre el imperialismo y el capitalismo, los beneficios obtenidos en detrimento de las propias colonias, y desviaron las motivaciones del fenómeno hacia aspectos más relacionados con lo cultural, lo emocional o lo ideológico.
Sí es cierto que estos últimos fueron significativos, pero la dimensión político-económica del fenómeno es una base innegable de la expansión imperialista sobre la que confluyeron todos los demás motivos.
El principal motivo: la economía.
Durante el siglo XIX, con la mejora de las comunicaciones, las diferentes regiones del mundo habían quedado conectadas y se habían afianzado rutas comerciales. Éstas se completaron con el constante vaivén de seres humanos, algunos de los cuales, interesados en explotar zonas remotas de otros continentes, quisieron hacer negocio abasteciendo a Europa de productos exóticos.
El petróleo llegó desde Oriente Medio y zonas de Estados Unidos y Rusia; y el caucho, desde las selvas de El Congo y el Amazonas.
El cobre y el estaño, indispensables para la creciente industria de la alta velocidad y la electricidad llegaron de Chile, Perú, Zaire, Zambia y Asia.
Gracias a los nuevos y mejorados transportes, otros productos como el café, el cacao o el té llegados de América Latina, India y Ceilán, junto con las frutas tropicales completaron la dieta de los europeos. Esto motivó también la aparición de las llamadas «repúblicas bananeras»; la voraz United Fruit Company de Boston iba a crear ahora su propio imperio en el Caribe para abastecer a los Estados Unidos de plátanos adquiriendo grandes extensiones y mano de obra a precios bajos para asegurar su monopolio.
Y, ¿cuál era el papel de las colonias en todo este entramado comercial? Las plantaciones de los territorios coloniales se explotaron para surtir a europeos y norteamericanos, pero no se contempló que estos pudieran competir con la metrópoli.
La política colonial: a la conquista de nuevos mercados.
Sin embargo, la superproducción que generaba la segunda revolución industrial de estos años hacía necesaria la búsqueda de nuevos mercados. Todas las economías desarrolladas se vieron ante este problema y sus objetivos se fijaron en China y en África comenzando a competir por los territorios disponibles. Conseguir lugares estratégicamente bien situados se convirtió en una cuestión de estatus, un objetivo perseguido por todos. Reino Unido ya contaba con antiguas posesiones vitales para sus intereses —su economía siempre había dependido de los mercados y la provisión de materias primas externas— e iba a luchar por todas aquellas rutas dirigidas hacia la India.
De hecho, Reino Unido se expandió en gran medida para protegerse de la carrera de los demás países imperialistas, y generó con ello un beneficio mucho mayor al de otras potencias con mayores industrias como Alemania o Estados Unidos.
Francia consiguió con la actividad colonial aupar su comercio y sus industrias de ultramar para compensar su posición militar más debilitada.
¿Cómo se vivió el imperialismo «desde casa»?
En la esfera de lo social, algunos sostuvieron que el imperialismo era una válvula de escape al descontento, una posibilidad de emigración. Sin embargo, las conquistas no se tradujeron en mejoras salariales ni tampoco en altos índices migratorios. Pero sí ocurrió algo curioso.
Dado que no se habían generado mejoras tangibles para la población, las metrópolis necesitaban legitimar sus sistemas políticos y sus actividades. Para ello debían conseguir una cosa: que las masas se identificasen con los estados imperialistas, hacerlas partícipes de la euforia para aplacar su descontento. Los países se adaptaban así a la política electoral de masas: va a aparecer la política democrática contemporánea.
Para lograr sus propósitos e incentivar el orgullo imperial, los países crearon diferentes golpes de efecto (Reino Unido instauró el «Día del Imperio» en 1902). La propaganda fue tal que se celebraron desfiles militares en los que participaban maharajás tocados con sus exóticos turbantes. Así, el sentimiento de superioridad se asentaba entre las masas, ya fuesen ricas o pobres y se unía a la ensoñación de ser un gran señor en tierra de colonias por el simple hecho de ser blanco. El pintor Odilon Redon decía honestamente de su padre:
«De los relatos que contaba en familia sobre sus empresas y sus actos de antaño (fue colono, tuvo negros), me formé una impresión de un ser imperioso, independiente y de carácter incluso duro, que siempre me hizo temblar. […] Su ambición: adquirir fortuna y regresar al hogar natal con el fin de aportar esa holganza de antaño de la que ya no gozaban.» (Odilon Redon, 1867-1915, p.12)
Pero el más certero fue la organización de las Exposiciones Internacionales con sus «pabellones coloniales» más cercanas y efectistas para la población.
Frente a esto, la izquierda se mostraba antiimperialista, condenando las guerras y denunciando los abusos que se daban en las minas surafricanas o en las plantaciones de cacao.
El instrumento clave para el éxito: la tecnología.
La expansión imperialista llevó a las colonias la tecnología occidental. La electricidad, los barcos de vapor o las vacunas sobrevivieron y arraigaron en los nuevos territorios donde la posibilidad de expansión pudo llevarse a cabo gracias a que Occidente contaba con los medios necesarios para ello; la colonización de Asia y África suponía hacer frente a una serie de obstáculos que, de no haber sido así, no habrían podido superarse.
Los europeos pudieron sortear la geografía y las enfermedades que les mantenían alejados del interior del continente africano y del control asiático gracias, principalmente, a dos innovaciones: el barco de vapor y la cura para la malaria.
El barco de vapor. Su papel decisivo en La Guerra del Opio.
La fabricación de cañoneras —barcos de vapor de pequeño calado— tiene su inicio en las relaciones que Reino Unido tenía con la India. Las comunicaciones entre ambos lugares eran tremendamente costosas y lentas: para un viaje de ida y vuelta era necesario emplear un año entero. Los barcos de vapor parecían una buena solución: eran aptos para la navegación fluvial, contaban con dos ruedas con las que poder adaptarse a los cauces en estaciones de menor caudal.
Por otro lado, las relaciones de China con Europa se habían basado en la importación por parte de los europeos de sedas, porcelana o té. Pero mientras Reino Unido recibía enormes cantidades esta bebida no tenía nada significativo con lo que equilibrar su relación con los asiáticos.
En la India, los ingleses decidieron que podían producir algo muy demandado por los chinos: opio. Se estableció así una relación a tres bandas por la cual la India producía el opio, éste se cambiaba en China por té, y Reino Unido se bebía el resultado.
El opio crecía en las tierras de Bengala y el monopolio quedaba a cargo de la Compañía de las Indias Orientales. Otros comerciantes privados eran quienes finalmente vendían la mercancía en China, hasta que comenzaron a surgir actividades de contrabando. Ante esta situación de tráfico ilegal, China decidió aplicar algunas leyes, lo que irritó a los ingleses quienes buscaron la guerra.
Frente a la amenaza, China era eminentemente terrestre con poca presencia costera, con lo que la supremacía marítima de Reino Unido poco valía aquí. No obstante, el barco de vapor sí podía navegar río arriba y escudados en la excusa de cubrir rutas comerciales entre Calcuta y Macao, se enviaron dos vapores hacia China. Los barcos sucumbían nada más aparecer así que los ingleses optaron por golpear en sus puntos comerciales más fuertes. Así, desde el puerto de Portsmouth, Reino Unido, se fletó el Némesis (la cañonera más grande construida hasta la fecha), el 28 de marzo de 1840. Llegó a Macao nueve meses después.
El Némesis sumaba 660 toneladas de carga empujadas por dos máquinas Forrester, 56 metros de longitud, casi 9 metros de manga, 11 de altura, y dos mástiles. Dos cañones de 14 kilos, y otros quince más pequeños, así como siete compartimentos estancos separados por mamparos.
China quedó perpleja ante la llegada de buques de hierro impulsados por calderas y nubes de vapor, a los que hizo frente como pudo con unos barcos empujados por la fuerza de los propios chinos. Como resultado, Pekín no tuvo más remedio que reconocer su derrota dos años después, en 1842.
[Continúa en: El Imperialismo (Parte 2)]
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